miércoles, 22 de septiembre de 2010

El sábado falleció, Yako, mi amigo.

El sábado falleció, Yako, mi amigo. 

Frisaba los 17 años perrunos que equivalen, según dicen, a más de cien humanos. Fue, por tanto, longevo. Los dos últimos meses estuvo aquejado por fuertes dolores producidos por una hernia discal, lo que le impedía llevar una vida normal que, en su caso, consistía en repartir por las esquinas del barrio cartas de amor a las hembras y admoniciones a los machos, subir las escaleras para darme los buenos días y compartir en mi biblioteca largas jornadas lectoras. 

Yo lo tenía por el perro más viejo de Ablitas y, también por el más ilustrado, pues pocos han pasado tantas horas , compartiendo lecturas, ovillado a mis pies, junto a la calefacción. Era, también, educado y querido por las vecinos. Era bueno. Los conocidos decían que era imposible pasar por la puerta de casa sin que los saludaran sus ladridos. En cambio, era discreto y educado con los desconocidos. 

Los perros eligen a su amo y ese beneficio me lo otorgó a mí, a pesar de mis largas estancias fuera por motivos de trabajo. Cuando llegaba a casa, parecía como si una descarga eléctrica recorriera su espinazo, se volvía loco. Todo era dar carreras en derredor mío, pegar saltos y ladridos que anunciaban al vecindario la novedad de mi regreso.

Era un perro dispuesto para el trabajo. En cuanto me veía bajar a desayunar con las ropas del campo barruntaba una jornada campestre y, entonces, iba de la cocina a la cochera montones de veces como diciendo: “¿Aún no vamos? ¿Falta mucho?” y se apostaba en la puerta trasera de la furgoneta seguramente pensando que éstos no se van sin mí. Su entusiasmo contrastaba con mi galbana y conseguía dejarme en mal lugar ante mi madre. A veces, me preguntaba si fue feliz con nosotros, si no hubiera preferido otra vida, pastorear ovejas, por ejemplo. Yo creo que había algo atávico en eso, que él fue programado genéticamente para ese menester y que el destino le había asignado por error una vida de holganza en una casa de “señoritos” que ya no trabajan la tierra. 

Era políglota, obedecía a los voces eusquéricas de “etorri” y “kampora” pero la palabra que más le gustaba era “paseo”. Juntos paseamos por la Abejera, por la Laguna de Lor, por entre los olivares de la Fontanilla y el camino de El Regadío. Conocía, por tanto, los lugares que forman mi particular mapa sentimental.

Sus restos reposan en el pequeño valle de la Abejera, donde su corazón alimenta un almendro. La tierra que lo envuelve conoce leyendas de laboriosos labradores y abnegados pastores, el viento que la orea transporta fragancias de tomillo y de pino.

Descansa en paz, Yako, amigo. 

NOTA: Este texto tiene varios meses. Lo publico a petición de una seguidora. Lo escribí al día siguiente de la muerte de mi perro.